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jueves, 31 de diciembre de 2020

El fuego (XXVII) El culto al fuego (2ª parte)


Historia del fuego


    En Europa, y entre la disparidad de pueblos indígenas que poblaban el continente de norte a sur, se practicó desde la más remota antigüedad una especial veneración por el fuego y cada pueblo deificaba en un nombre triunfador el tema grandioso del fuego, dotándolo de una imagen de poder y seguridad. En la mitología eslava, Svárogitch era el dios del fuego y su hermano Dájborg dios del Sol, ambos hijos de Svárcij, dios del cielo. El pueblo escandinavo veneraba en Gna la facultad de atravesar el fuego sin quemarse y en el sur, los pueblos hispánicos del nordeste de la Península Ibérica encendían grandes hogueras en la noche para celebrar las fiestas del solsticio de verano, costumbre pagana que el cristianismo optó después por santificar, dándoles el nombre de festividades de San Juan y de San Pedro, fiestas que continúan vigentes hoy, después de más de dos mil años.
En la mitología clásica más importante del mundo antiguo, nacida en Grecia y aceptada más tarde por los romanos con nombres tergiversados, Hefestos o Vulcano era el dios del fuego y Hestia o Vesta la diosa del fuego vivificador del hogar. Prometeo, titán o semidiós apiadado del infortunio humano que padecía toda clase de calamidades, robó el fuego a los dioses de su morada del Olimpo y lo entregó a los hombres, pero este delito fue castigado por Zeus, quien lo hizo encadenar a una solitaria roca del monte Cáucaso. Sin embargo, Heracles dios compasivo, le liberaría del suplicio.
    El elemento del fuego tiene igualmente en la liturgia de las religiones modernas más extendidas, un gran simbolismo. El "fuego sagrado" fue tributo de conservación por el pueblo hebreo durante muchos siglos. Según el Levítico (IX, 24), al ser consagrado Aarón sacerdote, ofreció a Dios los sacrificios de su pueblo y apareciéndose el Señor "hizo bajar fuego del cielo". Los sacerdotes conservaban este fuego sagrado con gran cuidado y esmero y cuando el pueblo caminaba por el desierto lo guardaban en una vasija, y cuando acampaban lo depositaban en el altar de los holocaustos. Así se conservó el fuego sagrado hasta los tiempos del cautiverio de Babilonia. Cuando el pueblo judío volvió del cautiverio (libro I de los Macabeos; I, 20) hallaron un "agua espesa" que al tiempo de rociar el sacrificio, esa agua se convirtió milagrosamente en fuego. Este mismo fuego se mantuvo en el templo de Nehemías hasta su destrucción total en el año 70.
    El "fuego nuevo" es para los cristianos católicos una especie de fuego sagrado, símbolo de la divinidad y del amor divino, representativo del Espíritu Santo y del mismo Jesucristo, quien descendió al mundo a "iluminar e inflamar" el corazón de los hombres en el amor divino. Entre las ceremonias del Sábado Santo, la del "fuego nuevo", era la primera y se obtenía con un pedernal. Con el fuego nuevo se encendían sucesivamente las brasas del incensario, las velas llamadas "Marías", el cirio pascual y las lámparas del templo. Aún hoy en la iglesia de Jerusalén, donde esta ceremonia tiene anualmente gran solemnidad, el fuego bendito por el patriarca ortodoxo cismático, se transmite a todas las iglesias y mediante velas y lámparas de aceite, se traslada de un templo a otro, el "fuego nuevo". El origen de la bendición del "fuego nuevo" data de los primeros siglos del cristianismo, si bien los cismas posteriores dividieron o reformaron estas prácticas o cultos. De la misma forma, la religión islámica y otras han conferido al fuego en sus ceremonias y ritos un lugar preferente. El mismo honor que los pueblos más primitivos le habían concedido ya, cuando lo descubrieron por primera vez, simbolizado por el rayo descendido del cielo. A su vez, la deificación del fuego fue consecuencia de su importancia para la vida humana, a través de proporcionar en el primer instante calor y también luz.


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